Cuento | Sukky
para Nadir
El sol nos golpeaba directo. Hacía un poco de calor. Veíamos los carros pasar por Álvaro Obregón, uno tras otro. Sukky leía el poema que le había escrito en una hoja que había arrancado de una de mis libretas. Lo leyó y frunció el ceño, miró al cielo. Lo volvió a leer.
—No sé, Enrique. Quisiera tomar un café, ¿te parece?
Aquel poema era un soneto que había escrito entre clases, mientras esperaba encontrarme con sus ojos, como en muchas otras ocasiones, cuando nos mirábamos a lo lejos mientras conversábamos con diferentes personas. Escribir el soneto me costó demasiado, tuve que pensar en su sonrisa, en sus lentes de armazón negro; cuando una tarde de lluvia me dio un par de pastillas de miel para humectar un poco mi garganta después de visitar la Feria del Libro en el Munal; o en aquellas noches largas cuando nos quedábamos en el teléfono hablando de todo eso que no podíamos decirnos en la escuela.
Caminamos por Córdoba. Sukky tenía la mirada baja, su silencio me pareció perturbador. Era la primera vez que la notaba seria, me avergoncé del poema, se lo dije.
—Es intenso.
—Sí, lo sé, no debí dártelo.
Antes de llegar a la esquina de Tabasco, me detuvo.
—No. No digas eso. Eso no.
Sukky miró hacia los árboles, se movían impetuosos por el viento de finales de octubre.
—Tengo que procesarlo, es todo —agregó.
Cruzamos la calle. Sukky entró a Delisa y pidió un capuchino. Pedí otro. Compramos una tarta de guayaba para compartir.
—Tal vez no me gustan los sonetos —dijo Sukky, con algunas migajas de postre en sus labios, mirándome, tierna.
—Tal vez no te gustó el mío.
—No. O sea, atemoriza, eso es todo. Las palabras, la manera en que se nota tu esmero por lograrlo. Hay rastros de perfección en él. ¿Qué podría decirte?, ¿decirnos?, nos lo hemos dicho todo, creo que lo sabes, no hacía falta un soneto.
Caminamos de regreso a la escuela.
—Creo que haces mejor poesía cuando no haces poesía. Como ese cuentito que me escribiste hace un mes: cursi, lindo, amoroso. Me hiciste levantar la mirada y sonreírte.
La miré.
—Por lo demás, no sé qué más pueda decirte. Me has dicho demasiado en métrica.
Sonreímos. Su cabello castaño se movió un poco. En algún momento se detuvo y me dijo que abriera la boca. Me dio del postre y volvimos a sonreír.
—Si pudiéramos irnos ahora, a otro lado, ¿a dónde me llevarías? —preguntó.
—Supongo que al Museo de Antropología.
—¿En serio? —preguntó sonriendo.
Ambos reímos.
—Serías una pésima pareja —dijo.
—Siempre he querido llevarte conmigo al Museo de Antropología. Al de Arte Moderno no, porque me parece demasiado pretencioso; en el de Antropología podríamos solamente caminar mirando todas esas cosas que no comprendemos del todo, pero que aún nos parecen bellas y misteriosas. Mirar a los dioses vernos, avergonzarlos porque no somos lo que ellos esperaban de nosotros; aparte es enorme, deseo caminar mucho tiempo a tu lado mientras trato de encontrarte a través de la luz y de las sombras, tratar de encontrar tus ojos con ese destello dorado que dejan a contraluz, sobre todo esos días cuando esta nublado y llevas tu poncho gris que me encanta tanto porque quisiera estar adentro de él para tenerte tan cerquita de mí.
Sukky me miró. Cerró los labios, se limpió la crema con guayaba que tenía en su labio inferior después del último bocado.
—¿Ves?, no tienes porqué escribir sonetos.
Bajé la mirada.
Continuamos nuestro regreso. Caminamos un poco en silencio mientras pasamos de largo todas esas cafeterías que parecían estar formadas a lo largo de la acera, continuas. Nos detuvimos debajo del gran portón de Casa Lamm. Nos quejamos un poco del calor. Vimos como algunos trabajadores colocaban varios manojos de flores de cempasúchil alrededor y encima de él. Entonces nos miramos y nos tomamos de la mano.
© 2004 Enrique Monroy
© 2024 Enrique Monroy.
Nota: cuento escrito el 16 de septiembre de 2004.
Registrado en Safe Creative.