Cuento | Ana




para Violeta,
he intentado olvidarte,
pero me ha faltado valor.


Ana me mira con recelo y saca de su bolso un Benson dorado, enciende la lumbre y acerca su rostro duro hacia la flama pequeña que por un momento ilumina su boca bulbosa. Acaba noviembre y Ana tiene que viajar a Europa por cuestiones familiares. Le pido que espere algunos días. Con tristeza me dice que por la noche debe tomar su vuelo, que no puede quedarse más. Sé desde hace algunas semanas que ya no esta en sus planes quedarse conmigo, fue por lo de Nai en la fiesta de Román, y por ese motivo ahora nos miramos como dos extraños bajo esta tarde invernal, aquí, en el Côte Sud, esperando quién sabe qué. El tiempo sucede y terminamos nuestros cafés entre pausas amargas y esperanzas falsas. Pido un pie de queso con mermelada de fresa para alargar la espera, para poder encontrar esas palabras que nunca supe decirle, todo eso que me reservé mientras estábamos juntos, como aquellas tantas mañanas cuando bebíamos jugo de naranja en la cama, mirando como se encendía el día o cuando fumábamos en el balcón del apartamento mirando hacia Álvaro Obregón, semidesnudos, con el alba estremeciéndonos la piel. Intento decirle de una vez por todas lo mucho que anhelo se quede a mi lado, siempre junto a mí, pero ya no veo en sus ojos apagados esa ilusión que algún día albergué por pasar toda mi vida con ella, ahora ambos sabemos que nuestra unión era tan fugaz como un cometa al rayar el cielo. Pienso que quizá tendríamos que pedir un deseo, pero nuestra relación no esta para cumplir caprichos.

Salimos del Côte y Ana me dice que debe ir al apartamento por sus maletas.

—¿No me despedirás?
—Por supuesto —le digo.

Caminamos por Orizaba sin darnos cuenta lo mucho que nos necesitamos, lo mucho que deseamos habernos quedado un rato más en el Côte, pero ahora lo sabemos, justo cuando nos enteramos de que ya no podemos continuar dándonos arrumacos o besos nocturnos en las cálidas madrugadas de mayo, cuando ella se levantaba para beber agua o para abrir la ventana y mirar las estrellas ausentes del cielo sosegado, nos damos cuenta del amor inmenso que nos guardamos aún.

—No puedo quedarme mucho tiempo.

Le digo que está bien.

Dejamos los abrigos en el perchero y nos dirigimos a la sala. Pongo algo de Gidge en el estéreo y voy a la cocina para cortar un poco de queso cenizo, tomar un sacacorchos, vino y dos copas. Vuelvo a la sala y Ana esta sentada, recargada por completo en el sillón con las manos extendidas y con las piernas cruzadas. Me da gusto verla así, tan poderosa, dispuesta y tranquila. Sirvo el vino y tomamos una rebanada de queso. No decimos nada durante algunos minutos. Me mira y sonríe, el último remanso de alegría que guarda el centro de su pecho juvenil. Ana me pregunta por qué tuve que ir a la fiesta de Román. No le respondo, solo la miro. Bebe. Saca otro Benson de su bolso. Me invita. Me pongo ansioso cada que mira el reloj, cada que el tiempo muere; me da terror pensar que debe irse para siempre de mi vida. Le digo de nuevo que no tiene porqué irse, que debe dejar pasar todo, que me deje explicarle.

—No hay nada que explicar, amor.

Le digo que se quede una noche más.

—No comiences, ya lo hablamos —dice, con cierta ternura.

Se levanta del sillón y se sienta a mi lado. Observo sus ojos áridos. Ella me mira, me busca. No hay nada en mí.

—Nunca podrás dejarla, a mujeres como Nai nunca se les puede dejar. Nunca dejaremos de ser quienes realmente somos. Hemos estado rotos mucho tiempo, tocamos fondo, y todo lo poco que somos, lo poco que hemos logrado hacer y ser, se va a ir al carajo para siempre si no lo detenemos. Cuando pasó lo de Mar prometiste dejar de hacerlo, y mírate ahora, en una disyuntiva nueva. Creo que debemos detener esto, lo nuestro, lo que sea que es; no puede, no puedo, no podemos seguir así.

Me da un par de besos en la boca, cortos, suaves. Dice que debe ir por sus maletas, que Adela pasará por ella. Se levanta del sillón y se dirige a la que fue nuestra habitación. Nai me sigue enviando mensajes. Ahora Román me dice que debe verme, que vendrá con Nai por mí. Que no debo estar solo.

Voy hasta nuestro cuarto, me recargó en el marco de la puerta y la veo cambiarse de ropa. Pocas veces la he mirado desnuda de esa manera, prefiero sentirla que mirarla. Su espalda esta llena de lunares silenciosos que solamente pueden ser descubiertos al pasar con suavidad la yema de los dedos; bordes livianos de belleza contenida.

Ana fuma de nuevo. Camina hasta la ventana y envía un mensaje de texto.

—¿Has visto el clima de hoy?... Pensar que así estará toda la semana —dice.

Ella no es feliz. Nunca lo ha sido a mi lado.

—Es desolador — le digo.

Nos quedamos callados, ella, mirando hacia la ventana, yo, espiándola.

—Estoy lista —dice.

Y la miro sonreír.

Camina hasta mi lado, me besa en la boca de nuevo.

—Te mando mensajito —me dice, hace una pausa—. Esto no es el fin de nada.

Asiento.

Me toma por la mejillas. “No desaparezcas”, me dice sonriendo.

Jala sus maletas, camina hasta la puerta y se va.

La soledad se esparce de inmediato como mar abierto por toda la casa. Ya no esta su voz ni su risa entrecortada, ni su llanto doloroso y extendido cuando Rufino murió, nuestro gato siamés. Ya no esta más y lo lamento tanto. Camino hasta la cama y me siento en ella, abro el cajón de mi buró y tomo la pistola.

© 2006 Enrique Monroy
© 2025 Enrique Monroy

Nota: la segunda versión de este cuento fue publicada por la revista española 'Sur' en 2015. La versión publicada en este blog es inédita.
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