Cuento | ¿Por qué te preocupas tanto?
en otra vida fuimos, lo dijiste.
Andrea me quitó sus ojos con levedad y comió un poco de pasta. “Me dijo Sara que mi cuerpo no cambiará, que será como un crimen perfecto, así lo dijo, que no quedaría ningún rastro... Del recuerdo te ocupas tú, eso ya es cosa tuya. Y creo que tiene razón, ahora me siento mal al respecto”. Alcancé con reserva su mano izquierda, que descansaba sobre el mantel de poliéster blanco de la mesa, el resol tímido que apenas entraba por la ventana del restaurante iluminó sus manos. Andrea me miró por un instante, y retiró su mano despacio.
—¿Marta me ha preguntado qué nos traemos? —dijo.
—¿Qué nos traemos de qué?
—De lo nuestro, supongo, ya todos saben que nos escapamos de clase para ir a la Mediterránea, que nos leemos a Cortázar en el Non Solo todos los jueves. Creo que es inevitable que nos vean ya como una pareja. Es tan obvio todo. Marta me dijo que hasta he subido de peso.
—¿Y te molesta?
—No en un sentido tan personal, o sea sí, pero más bien es por la pérdida de nuestra libertad. Este no es el mejor momento para nosotros en general, creo que todo lo llevamos al extremo demasiado rápido. No sé, solo es incómodo, de pronto todos nos miran de otra forma, ¿sabes? Es terrible eso, cuando te ponen a pensar y a cuestionar lo que estás viviendo. Antes solamente lo disfrutaba; ahora me preguntó qué demonios es lo que estoy haciendo, si es bueno o es malo, si en verdad me gusta o no. Me cuestiono nuestra relación y eso me da miedo. No me gusta pensarnos como algo que se deba analizar.
Andrea dejó de comer y me miró fijo por un momento. Noté la tristeza en su rostro bello y sosegado, pálido. Sentí la infelicidad que vivía en ese instante. Quise decirle tantas cosas, abrazarla sobre todo. Su ligero aroma a 'Touch Tous' llegaba a mí con una levedad continua. El viento era gentil con nosotros a pesar de que se avecinaba una tormenta. Miré su pesado suéter de casimir blanco. Pensé en su cuerpo. Pensé en su cuerpo menudo con un deseo inmediato, como en aquellos primeros días de nuestro noviazgo, cuando éramos cómplices de nuestro ímpetu. Deje de comer para centrar toda mi atención en ella. Buscaba su cara, pero me la quitaba. Comenzó a hablarse a sí misma, se lamentó de todo y me reclamó ciertos recuerdos con un dolor profundo.
Conseguí retirar un poco el pelo de su cara masculina y geométrica, busqué su ojos que se encontraban un poco llorosos. Me miró y me preguntó con esperanza si era necesario hacerlo. Le dije que no lo sabía. Vi los árboles a nuestro alrededor y los noté inmóviles, como mirándonos con atención y vergüenza.
—Es increíble que no estemos seguros —dijo Andrea, con molestia.
De pronto el cielo gruñó y comenzó a cerrarse. Vimos morir la última luz del sol entre las nubes. El viento cambió, hizo su parte. Llamé al mesero y pedí la cuenta.
—No quiero ir a casa. Ya le dije a mamá que iríamos al cine.
Comenzó a chispear, Andrea me dijo que deseaba caminar por Álvaro Obregón y recordar las tardes en que juntos, riendo y de la mano, paseábamos por las librerías de viejo y nos quedábamos horas mirando y leyendo partes de libros casi muertos que buscábamos revivir con nuestros ojos para llevarlos a casa y darles un hogar.
—Entremos a las librerías como antes, ¿sí?, háblame de literatura, platícame cosas de eso, terminemos ‘Las cartas de cumpleaños’.
—No te gusta Ted Hughes.
—Me gusta, pero me aterra. Lo leo y me siento tan pequeña... Pero ahora ya no me aterra nada.
Caminamos juntos por Álvaro Obregón, no como antes, sino como dos personas nuevas, tratando de conocerse por segunda vez. Entramos a las librerías ya no tomados de la mano, sino distantes. Exploramos todos esos sitios cada quien por su lado, eligiendo el camino que nuestras necesidades nos dictaban. Ella era poesía, yo, cuento. Sí, así. Indagamos cada estante, cada edición vieja y extraña que nos encontramos en la ruta. En algún momento, Andrea me halló en uno de esos templos micénicos leyendo a Lewisohn. Tenía en su mano ese gran libro negro con la foto de Ted Hughes y Silvia Plath en la portada.
—Léelo —dijo.
Nos sentamos en el piso como un par de adolescentes y comencé a leer en donde recordé nos detuvimos. Poco a poco caminamos entre la poesía, el imaginario y la realidad de la poesía de Ted Hughes. De vez en cuando miraba a mi Andrea y veía sus ojos llenos de tristeza y angustia.
You are ten years dead. It is only a story.
Your story. My story.
Andrea sollozó un poco. Cerré el libro con cuidado y nos quedamos mirando el foco viejo y amarillento que iluminaba nuestro pasillo. Finalmente lloró y se acurrucó entre sus brazos. Intenté acercarme, pero había formado una especie de caparazón impenetrable.
—Recuerdo como me besaste aquella tarde de martes, lo recuerdo muy bien, esa y otras tardes, pero esa en particular. Después estábamos en alguna cama riéndonos. Ahora recuerdo esa escena y nos veíamos tan pendejos. En verdad, y no quiero sonar ofensiva pero nos veíamos tan estúpidos acostados tratando de encontrar nuestros labios en medio de nuestras risas nerviosas. Ese día como te sentí... Después ya nada fue igual.
Agaché la mirada.
—Y ahora somos otra historia. La tuya. La mía —dijo.
La miré de soslayo. Recargó su cabeza en los libros, miró hacia el techo viejo. Había una nostalgia que se encontraba en nuestras manos y que no podíamos deshacer.
—Ven, vayamos por un café. Tengo muchas ganas de un café.
Nos levantamos, compramos algunos libros y salimos de la librería rumbo a Le Pain Quotidien. Llovía, constante. Escogimos una mesa y colocamos nuestras pertenencias mojadas en una silla.
—Tengo tanto miedo de lo que esta por venir —dijo Andrea.
—Todo estará bien, no pasará nada. Nos lo explicaron bien.
—Me refiero también al aspecto moral y religioso. Aún creo en Dios. Tú estás muerto por dentro, pero yo aún tengo cierta vergüenza de mis actos. Estoy tan decepcionada de mí misma. No sé cómo llegué a este punto.
—No seas tan dura conmigo, Coco. Solo trato de hacerte olvidar un poco todo esto. Yo también tengo miedo, pero me lo reservo por ti. Es difícil. Hay tantas cosas que quisiera decirte.
—Pues dímelas.
Miré hacia la calle, vi llover y a los automóviles pasar y chocar contra el agua.
Le dije muchas cosas, cosas como las que confiesan los moribundos. Ese fue el acto de amor más sincero que tuve hacia ella hasta ese día. Confesarle mis temores. Ella después me dijo los suyos. Nos dimos cuenta que habíamos descubierto el amor puro a través del miedo. Atravesamos algo sin habernos percatado de ello. Y el amor se construye de esa manera. Siempre habíamos tenido miedo de la intensidad con la que nos amamos tan rápido, pero nunca lo cuestionamos hasta ese día. Sin embargo, todo se sentía tarde.
—No sé qué nos pasará después de todo esto —dijo.
—¿Por qué te preocupas tanto?, no tiene por qué pasarnos nada.
—Estas son situaciones que cambian a las parejas. Lo sabemos, nos da miedo admitirlo, pero es la verdad. Después de mañana todo cambiará. Nada será igual. Seremos dos personas viviendo con una gran culpa compartida. Qué lastima que permitimos esto, éramos tan cercanos, tan nuestros.
—Lo hablamos. Fuiste tú quien lo propuso —dije.
—¡Pensé por un estúpido momento que me pedirías no hacerlo!
—¡Qué te podía decir, Coco!, ¡no hemos terminado la estúpida carrera, aún somos jóvenes, no sé!... Solo quería apoyarte y estar a tu lado...
—El amor no se encuentra en la complacencia, Ale.
Bajé la mirada. Intenté beber de mi café.
—Es tan confuso saber que hay alguien adentro de mí, viviendo, desarrollándose. Eso lo complica todo. Saber que podría tener tu cara o la mía, o la de mis padres o los tuyos… no sé. Me dicen que todo será rápido, como una solución final, definitiva, pero nada termina con sacar la culpa de mi cuerpo, nada termina ahí, eliminar el peso de otra vida no cierra nada, por el contrario, la abre. Nos dejará tan marcados, Alejandro. Quizá en un futuro tengamos otra pareja y pensaremos en nosotros a través de este suceso.
—No digas eso, no tendré otra pareja.
—No lo sabes.
La miré. Sus ojos apagados. Su cara dura, lívida. Su pelo oscuro. Quise besarla, pero no hay solución en los besos tardíos.
—Ya estamos muertos. Estamos muertos con ella o con él. Estamos muertos los tres.
Me dolió tanto eso que dijo. Nos quedamos callados como nunca. Quería estar con ella, pero al mismo tiempo quería irme para que que todo pasará rápido, para que el día siguiente todo fuera normal. Verla como siempre, entrando a su aula, mirándonos a lo lejos, sonriéndonos con deseo. Pero estaba seguro de que esa mañana no sería igual a la mañana que deseaba.
—¿Quién estará contigo?
—Marilú.
Se hizo tarde. Pasaban menos carros por Insurgentes pero la lluvia no menguaba.
—Mándame mensajes todo el tiempo, ¿okay? —dije, buscando sus ojos—, ¿quieres que te acompañe también?
Andrea bebió de su café, negándolo.
—No. No te preocupes, estaré bien.
Miramos nuestros móviles y comprobamos nuestras redes sociales. “Ya es noche”, dijo. Vimos hacia la puerta. La noche oscura. Las luces continuas entre la lluvia delgada. Nos miramos. Entonces lo supimos.
© 2007 Enrique Monroy
© 2025 Enrique Monroy
Texto registrado en Safe Creative.