Cuento | Heidi
por darme a Heidi.
Me pregunté entonces,
cuántos de aquellos hombres la habían tocado,
cuántos sabían de ella tanto como el propio Oreste.
CESARE PAVESE
El diablo sobre las colinas
cuántos de aquellos hombres la habían tocado,
cuántos sabían de ella tanto como el propio Oreste.
CESARE PAVESE
El diablo sobre las colinas
La primera vez que crucé miradas con Heidi fue en un momento equivocado, fortuito, efímero, pero de espacio suficiente para no perdernos el rastro durante toda la fiesta. Fue una noche de octubre, en el cumpleaños de Belén Salazar. Esa noche, Heidi y yo nos miramos con todas las atenuantes de dos enamorados que se equivocaron de espacio y de tiempo, de dos individuos que detestaban el aquí y el ahora, de dos personas que lo habían intentado todo. Durante aquella velada descubrimos que nos adorábamos con premura, que deseábamos agotar nuestras fuerzas para dejar que el futuro nos alcanzara.
En algún momento de la madrugada fui hasta la cocina por hielo. Entonces Heidi entró pretextando que necesitaba un vaso. Buscó entre las gavetas, pasó su mirada como una barredora por cada superficie, hasta que nos quedamos en silencio, mirándonos, sonriendo un poco. La toqué con suavidad por la cintura y la acerqué a mí. Ella me miró fijo con esos ojos de agua dulce, verdosa; respirábamos apurados; abrió un poco sus labios; miré su cara estrellada.
En verano, la casa de campo de Caleb nos sirvió de refugio. Era una estancia grande, lo suficiente para albergar a todos los amigos. Tenía una vista preciosa hacia el mar azul y espumoso del Pacífico. Por aquellos días el sol tostaba con levedad la piel y en ocasiones el norte golpeaba tan duro, que las chicas preferían cubrirse con kimonos transparentes o con sudaderas delgadas para soportar el frío nocturno. Durante esos días, alejados del alcohol y de los cigarrillos mentolados, Heidi y yo nos comportamos como una pareja formal que deseaba traspasar su propio tiempo; recuerdo esas tardes, en las que me confesó cursilerías con esa voz afanosa y juguetona mientras corría por toda la playa con su pelo de oro, cabalgando las estepas californianas entre viento y aire; se tiraba, se revolcaba en la arena de cristal, se quedaba seria, cerraba sus labios y fruncía un poco el ceño tratando de comprender lo nuestro mientras observaba el cielo encapotado.
—Hay momentos en los que no estoy segura de todo esto…
—¿De qué?
—De esto, de nosotros —dijo, con miedo.
La besé. Era la única manera de callarla. Me pidió que la abrazara y no tuve más remedio que entregarme a ella mientras fijamos nuestras miradas hacia el horizonte que se apagaba lento. Nos levantamos y nos fuimos abrazados por toda la playa, confundiéndolo todo.
Llegó el otoño de nuevo, y las llamadas cortas por teléfono eran constantes. Cuando llegábamos a encontrarnos nos mirábamos apenas de reojo, sonriendo con la cabeza gacha, recordando en silencio algo que ya no estaba en nuestras manos. Necesitábamos espacios cerrados, llenos de nostalgia para poder encontrarnos y de esa manera volver a besarnos, ya no como antes, sino para mantener una representación decadente de lo que había sido un romance furioso, lleno de acertijos y adivinanzas que resolvíamos cada que nuestros cuerpos se mantenían juntos. Así pasamos todo octubre y parte de noviembre, entre visitas esporádicas que intentaban cubrir la soledad de nuestras memorias.
Los últimos encuentros fueron casuales. Una tarde de diciembre, acudí a ‘Las Tres Cruces’ buscando un libro para Perla. Las copas de los árboles comenzaban a perder pelo y sus hojas muertas danzaban sin parar por las calles mojadas de Coyoacán. Buscaba a Xingjian entre los anaqueles cuando vi a una persona entrar. Era Heidi, vistiendo una chaqueta de tweed y unos jeans desgastados azules; llevaba el cabello suelto y miraba hacia la calle analizando el clima que azotaba a la ciudad. Preguntó a la encargada por ‘Tristessa’. Mientras esperaba en la caja, la contemplé desde el primer piso. Doblaba de vez en cuando su pierna derecha dejando descansar su cuerpo de vainilla; miraba hacia el techo, los libreros de madera, cerraba los ojos, resoplaba y aspiraba el aroma a buqué literario. Cuando por fin regresó la encargada con el libro, Heidi le pidió de favor que lo envolviera para regalo, levantó la mirada y me encontró viéndola. Su rostro emitió una sonrisa apenada. Nos dijimos a lo lejos 'hola' con las manos, y bajé por las escaleras para ir hasta ella.
—Wow!, ¡qué milagro!… ¡Tanto tiempo! —dijo sonriendo.
Nos abrazamos.
—Es un gusto verte siempre, Heidi.
—Este sitio es taaan frió… Me deprime estar en lugares así —dijo mirando a la muchacha que envolvía el libro con desenfado—. ¿Cómo es que no has hecho nada de ruido? Ahhh… ¿Te gusta espiarme?
—Estaba mirando algunos libros y te vi llegar.
Heidi observó mi mano derecha, que se encontraba recargada en el mostrador y miró el libro que sostenía con ella.
—¡Hummm!, ‘Una cuestión personal’… —dijo, casi susurrando.
La joven, que tenía una maestría en envolver presentes, terminó el trabajo casi de inmediato. El libro ahora lucía un disfraz en tonos rojos y amarillos, con un gran moño crema en la parte superior derecha.
—He intentando llamarte, pero no he tenido fortuna —dijo—. Por fortuna me refiero a que… No he podido llamarte por falta de tiempo… De valor, supongo —agregó, agachando los hombros.
—Lo entiendo.
Nos quedamos callados y mirándonos por momentos.
—¿Sigues escribiendo? —preguntó.
Asenté.
Le dimos gracias a la chica y salimos del local. El temporal no amainaba, y sus gotas torpes poco a poco mojaron nuestras cabelleras desaliñadas. Heidi se pegó a mi hombro y me tomó de la mano.
—La lluvia siempre nos persigue, ¿verdad? —dijo, mirando hacia la acera, donde los autos pasaban y dejaban marcas de saliva en el pavimento.
Las manos de Heidi estaban frías, intenté darles calor con las mías, pero las quitó con lentitud alegando no tener más tiempo.
—Hoy es el cumpleaños de Diter, ¿por qué no vienes?, sería un placer tenerte ahí, le dará mucho gusto verte de nuevo —dijo mientras caminaba de espalda hacia su automóvil—. ¡En verdad guapo, me ha dado mucho gusto encontrarte!
Y se fue.
Recuerdo que aquella noche las luces golpeaban mi rostro con violencia; recuerdo las expresiones alegres con sonrisas amplias de adonis extraños que bailaban al ritmo de merengue, eufóricos, adornados con lino, rodeando las cabelleras multicolores de todas esas mujeres perfectas. Busqué a Heidi entre la multitud hasta que la encontré bailando en el centro de la pista. Lucía hermosa envuelta en muselina de cobre, contoneándose como Gorgona mientras besaba a un Minotauro de mármol. Sí, nuestros ojos se encontraron de nuevo, atestiguando la muerte de Atlas. Mi muerte.
Lo demás lo imagino. Imagino a Heidi mirándome partir y correr tras de mí sin lograr alcanzarme. La imagino llorando entre algodones y vientos cálidos que galopan entre las dunas solitarias de Malibú. La imagino también sonriendo, contemplando amaneceres permanentes en donde sus ojos verdes destellan como obsidianas en batalla, chocando y quebrándose por un camino sin fin. Sí, la sigo imaginando con ese gesto tan amplio de felicidad, mirándome con toda su atención posible, tratando de no perderme de vista en alguna librería del Anáhuac. Aún puedo verla en mi mente, pero detesto no sentirla, y entonces tengo que regresar a la memoria, para analizar aquella noche cuando su camisola de rayón negro cubría su delicado y pequeño cuerpo rubio, ahí, en medio de aquella tormenta tropical. Una y otra vez.
© 2008 Enrique Monroy
© 2025 Enrique Monroy
Nota: cuento leído a voz alta en la 1ra. Jornada Literaria de la UACM Cuautepec, el 9 de diciembre de 2008.
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